Por Woojae Julia Song y Alexandra Arriaga
Este artículo, publicado originalmente en inglés por City Bureau, está disponible en español gracias al proyecto “Traduciendo las noticias de Chicago”, del Instituto de Noticias Sin Fines de Lucro (INN).
Este artículo es parte de la serie “Viviendo al borde del desalojo”, producida por City Bureau, un laboratorio de periodismo cívico con sede en Chicago.
María Teresa Sánchez no tiene tiempo para pensar.
Viaja de Pilsen a Bolingbrook y viceversa, casi 30 millas en cada sentido, cinco días a la semana, para trabajar en una fábrica donde gana 12 dólares la hora. Pasa horas cuidando a su esposo, gestionando su tratamiento de diálisis y hablando con sus médicos. Últimamente, esto le consume tanto tiempo que ha tenido que ausentarse del trabajo algunos días, algo que ha hecho tambalear la única fuente de ingresos de la familia. Además, tiene que hacer malabares con los recibos de los servicios públicos en invierno (el último mes costó 197 dólares), un hijo de 25 años que está en casa con ellos (tiene arresto domiciliario y está a la espera de una citatorio en la corte) y unos arrendadores que quieren aumentarle a la renta 300 dólares mensuales (acordaron 150 dólares).
Con el peso cada vez mayor de sus obligaciones, de hecho, Sánchez dice que prefiere no pensar.
“Lo siento muy grande”, dice Sánchez. “Yo le digo a mi esposo que a veces yo hasta me siento deprimida”.
Para Eunyoung Jung, el día comienza a las 6:30 de la mañana en Portage Park.
Una vez preparada para el trabajo, se apresura a despertar a su hijo de seis años y a alcanzar el autobús cada mañana todos los días de la semana. Después de dejarlo en la guardería, Jung (que pidió usar un seudónimo para proteger su identidad) toma otro autobús hasta el suburbio noroeste de Niles. La tienda de moda al por mayor donde trabaja ha tenido un flujo constante de clientes incluso durante la pandemia, lo que, según ella, ha sido un alivio.
Ella y sus compañeros de trabajo se llevan bien, y su jefe la deja salir a tiempo para recoger a su hijo. Este trabajo permite a Jung pagar 750 dólares de alquiler y 1,000 dólares de guardería. Si el mes es bueno, le quedan unos 200 dólares después de pagar la comida y otros gastos básicos.
“Me siento muy agradecida, de verdad. Estoy muy agradecida con Dios”, dice Jung en coreano. “He conocido a mucha gente buena en mi trabajo”.
Este es el frágil equilibrio que ha recuperado desde principios de noviembre, cuando se enteró de que alguien de la guardería de su hijo podría haber estado expuesto al coronavirus. El centro cerró inmediatamente durante dos semanas.
“Sentí mucho pánico. Tenía que volver al trabajo al día siguiente”, recuerda Jung. “Lo único que podía pensar era que había que buscar otra guardería”.
Sánchez lleva más de 20 años en Chicago, pero es originaria de Puebla (México). Jung llegó de la provincia de Gyeonggi, Corea del Sur, hace un año. Ambas son inmigrantes indocumentadas que han trabajado y cuidado de sus familias durante la pandemia, con poco o ningún subsidio de los programas públicos que han mantenido a flote a sus compatriotas documentados.
La crisis de la vivienda por el COVID-19 va en aumento en Chicago. Un compendio de prohibiciones de desalojo y de ayudas económicas parciales apenas ha frenado la oleada de personas que se han visto desplazadas u obligadas a tomar medidas extremas para mantener un techo donde vivir, según defensores locales de la vivienda.
Para los residentes indocumentados, la limitada red de seguridad gubernamental de protecciones para los arrendatarios y modestos cheques de estímulo nunca existió. Y aunque algunos han encontrado un mecanismo de apoyo a través de organizaciones de defensa de la vivienda y la inmigración, muchos otros se han quedado a la deriva. Acaban viviendo en albergues o en condiciones inseguras, a la intemperie o en hoteles, acumulando deudas insostenibles o renunciando a necesidades como la comida y las cuentas del hospital para destinar el dinero al alquiler. Después de agotar todas las demás opciones, algunos incluso recurren a abandonar los Estados Unidos. Y a pesar de la promesa de una vacunación masiva en 2021, los expertos locales advierten que la situación podría agravarse para este grupo; ya de por sí vulnerable, sobre todo porque las organizaciones de servicios están al límite y se agotan las fuentes de financiamiento.
Incrementarle al alquiler en el mes de enero, no significaba la primera vez que el arrendador de Sánchez le causaba problemas. Mientras la pandemia de COVID-19 hacía estragos en Chicago, y muchos arrendatarios no podían pagar el alquiler a tiempo o en su totalidad, el dueño del apartamento le dejó una nota el pasado otoño. “Dijo que la pandemia no importaba y que necesitaba el alquiler”, recuerda ella.
Sánchez no se molestó en buscar recursos del gobierno, pues muchos sólo están al alcance de los ciudadanos estadounidenses y de los inmigrantes con estatus legal.
Esta crisis de la vivienda no es una realidad nueva para muchos residentes de Chicago, en donde el salario mínimo está muy por debajo de lo que las familias necesitan para costear una vivienda en la ciudad. A menudo, los inmigrantes indocumentados se enfrentan a mayores obstáculos para conseguir una vivienda debido a que los arrendadores se aprovechan de su estatus migratorio.
“Cuando eres un arrendatario indocumentado, hay un gran número de limitaciones a partir del proceso de la solicitud”, dice Antonio Gutiérrez, cofundador de Autonomous Tenants Union y residente indocumentado. ATU es un grupo de voluntarios con sede en Albany Park que informa a los habitantes de Chicago sobre sus derechos como residentes en régimen de alquiler y los capacita para trabajar con sus vecinos a fin de obtener colectivamente mejores condiciones de vivienda.
La ley de Chicago garantiza a la mayoría de los arrendatarios, independientemente de su situación migratoria, derechos como la calefacción durante el invierno, respuestas oportunas a las solicitudes de reparación y un aviso justo si el arrendador planea terminar o no renovar un contrato de alquiler.
Aunque los arrendadores no pueden discriminar legalmente a los arrendatarios por su estatus migratorio, la mayoría exigen registros como historiales crediticios, documentos de identidad emitidos por el gobierno y el pago de derecho de mudanza o el depósito de seguridad para un contrato formal, dice Gutiérrez. Esto obliga a los arrendatarios indocumentados a alquilar a través de alternativas informales, como los contratos no escritos, los que son mes con mes, a los que los propietarios pueden poner fin simplemente con un aviso de 30 días. Además, las normas federales prohíben a los residentes indocumentados acceder a los programas de vivienda subsidiada y de vivienda pública, los cuales ya tienen largas listas de espera, salvo que formen parte de familias con estatus mixto.
La ley municipal también tiene un pequeño pero significativo vacío legal: No protege a los arrendatarios que viven en una propiedad ocupada por el dueño, y que tiene seis o menos unidades. Cuando Jung compartió la noticia de la guardería de su hijo con sus arrendadores, que vivían en la casa de una sola unidad donde ella alquilaba una habitación, le exigieron a ella y a su hijo que se fueran a la cuarentena de 14 días.
“Nos miraban como si fuéramos plagas”, dice Jung. “Ni siquiera nos dejaban acercarnos”.
Sin saber cómo responder, Jung reservó apresuradamente una habitación en un motel cercano. Ese mes gastó unos 2,000 dólares en alojamiento: 1,000 dólares en alquiler y 1,000 en gastos de motel. Ella y su hijo recibieron resultados negativos en las pruebas. Al volver a la casa después de dos semanas, Jung notó que sus alimentos habían sido retirados del refrigerador. Los dueños de la casa le dijeron que se mudara en un plazo de 30 días.
La pandemia del COVID-19 y la crisis económica han provocado tensiones en la situación de los inmigrantes indocumentados en materia de vivienda. Se calcula que uno de cada tres trabajadores indocumentados perdió su empleo en los primeros meses de la pandemia, y algunos arrendadores han utilizado la información sobre la situación migratoria de los arrendatarios en su contra, afirma Gutiérrez. “Es muy frustrante escuchar que los arrendatarios amenazan a sus residentes con llamar al Servicio de Inmigración y control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) a inmigración, o con hacer bloqueos ilegales si no pagan el alquiler”.
Un sindicato de arrendatarios apoyado por ATU, formado en su totalidad por Inmigrantes que rentan, se organizó en junio de 2020 después de que todos en el edificio recibieran un aviso de desalojo de 30 días. Ahora, cuatro de siete hogares se han mudado desde que comenzó el difícil proceso de negociación el pasado septiembre. Con las crecientes presiones emocionales y financieras de enfrentar el desalojo, dice Gutiérrez, dos residentes indocumentados que vivieron en el edificio durante 13 años decidieron abandonar los Estados Unidos para siempre.
El miedo a las represalias de los propietarios ha obligado a algunos indocumentados a alquilar en condiciones “desagradables” y de forma ilegal, según Leone Bicchieri, directora ejecutiva de Working Family Solidarity. “En los últimos años, con Trump como presidente, he notado una diferencia respecto al miedo que tienen los indocumentados a defender sus derechos laborales y de vivienda”, dice Bicchieri.
Jung salió de Corea hace poco más de un año, después de que su esposo, ahora separados, le confesara que tenía una deuda de cientos de miles de dólares de una hipoteca de la que ella no tenía ni idea. Sintió que necesitaba alejarse de él con su hijo para empezar de nuevo. Tras meses de búsqueda en una economía pandémica, Jung encontró su actual trabajo el pasado julio. Le encanta la flexibilidad y los contactos que ha hecho gracias al trabajo, pero, aunque trabaja casi a tiempo completo, el dinero es realmente escaso. “Una vez que pago el alquiler, el transporte y la guardería, apenas nos alcanza para comer”, dice.
Durante los primeros meses de la pandemia, antes de que Jung encontrara un trabajo, tuvo que luchar para llegar a fin de mes. Ni la primera ni la segunda ronda de cheques federales de ayuda llegaron a los inmigrantes indocumentados como Jung y Sánchez, a pesar de las numerosas evidencias de que tienden a trabajar en las llamadas industrias “esenciales”, como los servicios de entrega y de taxis, o en industrias que han tenido dificultades financieras, como los restaurantes.
“Fue realmente una bofetada a las comunidades que trabajan tan arduamente para salir adelante”, dice Glo Choi, organizadora del Centro HANA, una organización que apoya a las comunidades coreanas, latinas y otros inmigrantes, principalmente en Albany Park y los suburbios del noroeste.
Para los inmigrantes indocumentados como Jung y Sánchez, que se encuentran en una situación económica tan precaria, la pandemia se queda corta en comparación con sus dificultades para pagar el alquiler y llevar el sustento al hogar. La preocupación de contraer el COVID-19 pasa a un segundo plano, frente al hecho de tener el dinero necesario para sobrevivir en los Estados Unidos como inmigrante indocumentado.
“No tengo miedo del coronavirus, en realidad. Si me contagio, supongo que lo peor que puede pasar es que me muera”, dice Jung. La idea de tener que quedarse en casa y perder horas de trabajo tanto para Jung como para Sánchez ha sido su mayor preocupación durante la pandemia.
Cuando Sánchez se enfermó de neumonía, al mismo tiempo que su esposo tenía COVID-19 el año pasado, tuvo que faltar un mes al trabajo. Ver cómo se acumulaban los cobros le era más preocupante que cualquier otra cosa, dice.
En Chicago, los programas de asistencia de COVID-19 estaban disponibles para todos los residentes de la ciudad, de acuerdo con la ordenanza Welcoming City, la cual garantiza que los organismos de la ciudad no discriminen a ninguna persona por su condición de inmigrante. Sin embargo, la demanda superó con creces la oferta: los fondos de los departamentos municipales de vivienda y servicios familiares y de apoyo, se agotaron rápidamente y se denegaron a miles de familias. (Como la ciudad no hace un seguimiento de la situación migratoria de los solicitantes del programa, no está muy claro cuántos inmigrantes indocumentados pudieron acceder a los limitados fondos de ayuda del COVID-19, según un vocero del Departamento de Vivienda de la Ciudad).
Algunos programas apoyaron específicamente a los inmigrantes. A través de donaciones privadas, la ciudad y The Resurrection Project anunciaron el Chicago Resiliency Fund, que ha distribuido 1,000 dólares a cada uno de los 6,383 solicitantes que fueron excluidos de la ayuda federal de estímulo. El Departamento de Servicios Humanos de Illinois financió un programa similar en colaboración con la Coalición de Illinois para los Derechos de los Inmigrantes y los Refugiados, en el que 8,900 solicitantes recibieron 1,500 dólares cada uno.
Esto permitió que grupos de base de defensa de los inmigrantes, como Working Family Solidarity y HANA Center, llenaran las brechas en los servicios del gobierno local para las comunidades vulnerables, algo que han estado haciendo durante años, incluso décadas.
Pero la crisis actual ha superado los problemas anteriores. “Ver cómo nuestra comunidad se vio afectada [por la pandemia] fue realmente desgarrador porque la gente no sabía qué hacer”, dice Choi.
Refugiada en su casa, sin una red de apoyo, Jung dice que se sintió deprimida y profundamente aislada. Pero desde que se puso en contacto con el Centro HANA a través de un anuncio en un periódico coreano local, ha encontrado apoyo a través de las llamadas telefónicas para verificar si se encuentra bien, una pequeña donación comunitaria y paquetes de alimentos que ha recibido.
La vivienda ocupa el primer lugar dentro de las prioridades financieras de muchos indocumentados. “Es fin de mes, tienes que pagar tus recibos. Y lo que la gente hace es pedir dinero prestado a otras personas para pagar el alquiler”, dice Choi. “Pagan el alquiler, pero se endeudan por todas partes”.
Sánchez dice que Working Family Solidarity le proporcionó un par de cheques de 500 dólares mientras estaba enferma en casa y no podía trabajar. “Pagué la renta, los biles. Gracias a Dios, por Leone [Bicchieri], pagué el gas y la electricidad y no me endeudé”, dice Sánchez.
Además de su labor en ATU, Gutiérrez también trabaja como organizador en Comunidades Organizadas Contra la Deportación, una organización dirigida por inmigrantes indocumentados que lucha contra las deportaciones y la criminalización de los inmigrantes y la gente de color. Al igual que el Centro HANA y otros grupos de base de defensa de los inmigrantes, OCAD ha recaudado y distribuido miles de dólares en fondos de ayuda mutua desde la primavera pasada. Las familias (o una persona) pueden solicitar hasta 300 dólares del fondo de OCAD cada mes, y Gutiérrez estimó que al menos el 40% de los beneficiarios lo utilizan para pagar el alquiler.
“La gente siente mucha ansiedad”, dice Gutiérrez. “He visto situaciones en las que las personas prefieren dar cualquier cantidad que les demos a su arrendador en concepto de alquiler, en lugar de utilizar ese dinero para comprar comida”.
Sin embargo, la tensión de la pandemia continúa y ha llevado al límite incluso a estos incansables grupos de defensa de los inmigrantes.
Desde que la pandemia comenzó a mediados de marzo, la demanda de los servicios del Centro HANA ha crecido tan rápidamente que la organización sin fines de lucro tuvo que ampliar la consejería de empleo y ofrecer múltiples programas de asistencia del COVID-19 en colaboración con el estado, incluyendo subsidios directos en efectivo y de asistencia para la vivienda. A lo largo de la pandemia, el Centro HANA y ATU han publicado información en las redes sociales, han organizado eventos en Zoom y han atendido las llamadas de los miembros de la comunidad.
Para hacer frente a la demanda, el Centro HANA ha contratado personal temporalmente para trabajar por las noches y los fines de semana, dice Jeonghwa Yi Boyle, directora de servicios de inmigración, vivienda y jurídicos. Ella estima que la línea telefónica de la organización recibió una media de 150 llamadas, mensajes de texto y correos electrónicos relacionados con la vivienda a la semana, entre agosto y diciembre, cuando la organización administró los programas de ayuda para la vivienda que cubrían el alquiler, los servicios públicos y los pagos de la hipoteca para los inmigrantes de bajos ingresos. La mayoría de las 238 personas a las que HANA asistió a través de los programas de vivienda eran residentes indocumentados, según Yi Boyle, y le preocupa que el financiamiento para dichos programas se esté agotando. “Me parece que en todo el estado se están agotando los programas de emergencia del COVID-19 en este momento”, afirma.
Las normas burocráticas a veces impiden que los inmigrantes indocumentados quienes califican accedan a la ayuda. Estas [normas] excluyen a los solicitantes que no pueden demostrar que necesitan la ayuda para la vivienda porque han reunido el alquiler mediante otro tipo de deudas; no pueden indicar su domicilio porque viven en situaciones ilegales; o cuyos arrendadores se niegan a aceptar el dinero de la ayuda para cubrir su alquiler.
Choi y su familia, que son indocumentados, dice que su madre experimentó esto último cuando su arrendador no aceptó recibir una ayuda para el alquiler. Sin el acuerdo por escrito [de su arrendador], no pudo aplicar al programa. En otros casos, algunos, utilizan sus limitados fondos para pagar la vivienda en lugar de los recibos de los servicios públicos, y luego no pueden obtener la ayuda para el alquiler. “Es un gran atraso”, dice Choi.
Si bien la madre de Choi encontró ayuda a través de otros programas, Yi Boyle se preocupa por los residentes que están menos conectados con las organizaciones de la comunidad, que pueden inclusive no saber dónde buscar ayuda. En el caso de que los beneficios del gobierno estén disponibles para los no ciudadanos, como los programas locales de asistencia para el alquiler, Choi dice que los residentes indocumentados dudan en llenar largas solicitudes por temor a ser rechazados o a enfrentar consecuencias por usar los beneficios del gobierno debido al legado de políticas antiinmigrantes de la administración Trump. Muchas veces tienen mucho miedo de recibir “los mismos beneficios que merecen y para los que son cien por ciento elegibles”, dice.
Aunque las recientes noticias sobre las vacunas COVID-19 han traído esperanza a algunos, es poco probable que la situación de los inmigrantes indocumentados que necesitan vivienda cambie pronto. Esta recesión ha sido la “más desigual de la historia moderna de los Estados Unidos”, y los economistas afirman que los hogares de bajos ingresos y la gente de color serán los últimos en recuperarse. Para aquellos que evitaron el desalojo a pesar de no haber pagado el alquiler, las cuentas llegarán una vez que se levanten las prohibiciones de desalojo, y los expertos en vivienda predicen una “avalancha de desalojos”.
El plan de estímulo propuesto por Joe Biden promete 1,400 dólares adicionales a quienes tuvieron derecho a la última ronda de cheques de ayuda de 600 dólares, además de todos los hogares de estatus mixto. Pero ningún residente indocumentado recibirá ayuda federal directa.
Si bien las prohibiciones de desalojo y los programas de ayuda han marcado la diferencia, dice Gutiérrez, estos programas temporales ofrecen soluciones individuales a un problema colectivo. En lugar de abordar por qué la vivienda debería ser un derecho humano en los Estados Unidos, la conversación se convierte en: “Si puedes solicitar esto, deberías poder hacerlo, y si no lo conseguiste, pues qué pena, sigues por tu cuenta”, dice Gutiérrez. A fin de cuentas, Choi dice que el gobierno debe proporcionar medidas de ayuda de mayor alcance y hacer que todos los habitantes del país obtengan la ciudadanía.
Algunas leyes propuestas pueden proteger a los arrendatarios o limitar los daños causados por los desalojos. Si Chicago aprueba una ley de “causa justa para el desalojo”, que existe en otras grandes ciudades, los propietarios deben dar una razón para desalojar a un residente o decidir no renovar un contrato de arrendamiento y proporcionar asistencia para la mudanza si el propietario desaloja a una persona por una razón no justificada. Una propuesta de ley estatal sellaría los expedientes de desalojo de algunos arrendatarios.
Pero dado que el futuro de estas leyes no está claro, los inmigrantes indocumentados están encontrando formas de organizarse y defenderse juntos contra el desalojo.
El Movimiento de Arrendatarios de Chicago, una coalición de defensores del derecho a la vivienda que incluye a ATU, se formó este verano para abogar por cambios en la política, remitir a los arrendatarios a programas de asistencia y ayudarlos a organizarse con sus vecinos. Promueven que los arrendatarios resuelvan en grupo, y no de forma individual, problemas compartidos como los de mantenimiento, el aumento de los alquileres y los desalojos sin causa. Durante la pandemia, los miembros de ATU han frenado los desalojos de residentes indocumentados y otros, al tiempo que han puesto en contacto a cientos de personas con recursos en línea y han liderado el creciente movimiento de organización de arrendatarios en todo el país con demandas como la cancelación de los alquileres y el control sobre los mismos a largo plazo.
Gutiérrez dice que, aunque mucha gente descubrió a la organización de arrendatarios por primera vez en el 2020, ATU ha estado construyendo una red de seguridad para los más vulnerables -especialmente los inmigrantes de habla hispana- desde el 2016. El grupo se encarga especialmente en trabajar las dinámicas de poder entre arrendatarios y organizadores; así como las diferencias de idioma, raza y clase. “Hemos visto en los últimos dos años un enorme cambio en la comprensión de los individuos del poder de la organización colectiva, y estas formaciones sindicales empiezan a ser una acción más entendida”, dice Gutiérrez.
La moratoria federal sobre los desalojos está próxima a vencer a finales de marzo, y está vigente desde el 17 de febrero, la moratoria estatal termina el 6 de marzo. A medida que las políticas no logran evitar que la gente caiga en la inestabilidad de la vivienda durante la pandemia, más personas buscan apoyo a través de organizaciones comunitarias y entre sí, y a pesar de las dificultades, inmigrantes como Jung y Sánchez están decididos a quedarse en el país.
Sánchez y su esposo llevan 20 años viviendo en Pilsen; es donde se conocieron y donde criaron a su hijo, un artista de grafitis, y quien lleva tatuado el nombre del barrio. Llevan casi cuatro años viviendo en un apartamento de dos habitaciones ubicado arriba de un restaurante.
“Aqui seguimos en Pilsen todavía y no nos queremos ir de Pilsen”, dice Sánchez. “Pero de no otra manera, nos tenemos que ir porque la renta aqui ya estan caras, hay departamentos que cuestan hasta 1,500 o 2,000 dólares”.
Cuando Sánchez se mudó por primera vez a los Estados Unidos y a Chicago, no pensó que la vida sería tan difícil. En ese momento ya tenía cuatro hijos y estaba embarazada de su hijo menor. Uno de sus hijos fue deportado.
“La situación es crítica, siendo inmigrante”, dice. “Uno cree que va a ser la ‘pura vida’, pero no es así. Si uno no trabaja, no come. ¿Si no trabaja, bueno pues a donde va a vivir?”.
Después de un año de verse obligada a mudarse en varias ocasiones y a desenvolverse en un nuevo país durante la pandemia, Jung ha encontrado pequeños momentos de paz para ella y su hijo. Consiguió una nueva guardería y ahora alquila una habitación en otra casa donde tienen más privacidad. Jung disfruta de los largos viajes en autobús a H Mart, en Niles, y ve con agrado cuando los conductores bajan la plataforma para los pasajeros con discapacidades físicas y para los niños como su hijo. Y mientras su pequeño duerme la siesta, ella observa la diversidad del grupo de habitantes de Chicago que viajan en el mismo autobús.
“Sinceramente, tomamos el autobús para matar el tiempo. Puedo mirar por la ventana y tener algunos momentos para mí”, dice Jung.
Cuando la pandemia termine, Jung dice que quiere tener amigos y encontrar una niñera que le ayude a cuidar a su hijo. Sus padres y su hermano menor, con los que tiene una relación cercana, le han pedido varias veces que se regrese a Corea.
“Pienso mucho en ellos. Tanto, tanto”, comenta. “Me dicen que no es demasiado tarde para volver, pero no tengo intención de irme, todavía no”.
Traducido por Beatriz Oliva